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Platón y sus ideales (página 2)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5

Entonces Aristófanes, tomando a continuación la palabra, dijo:

-Efectivamente, se me ha pasado, pero no antes de que le aplicara el estornudo, de suerte que me pregunto con admiración si la parte ordenada de mi cuerpo desea semejantes ruidos y cosquilleos, como es el estornudo, pues cesó el hipo tan pronto como le apliqué el estornudo.

A lo que respondió Erixímaco: -Mi buen Aristófanes, mira qué haces. Bromeas cuando estás a punto de hablar y me obligas a convertirme en guardián de tu discurso para ver si dices algo risible, a pesar de que te es posible hablar en paz.

Y Aristófanes, echándose a reír, dijo: -Dices bien, Erixímaco, y considérese que no he dicho lo que acabo de decir. Pero no me vigiles, porque lo que yo temo en relación con lo que voy a decir no es que diga cosas risibles -pues esto sería un beneficio y algo característico de mi musa-, sino cosas ridículas.

Después de tirar la piedra -dijo Erixímaco-Aristófanes, crees que te vas a escapar. Mas presta atención y habla como si fueras a dar cuenta de lo que digas. No obstante, quizás, si me parece, te perdonaré.

Discurso de Aristófanes

-Efectivamente, Erixímaco -dijo Aristófanes-, tengo la intención de hablar de manera muy distinta a como tú y Pausanias han hablado.

Pues, a mi parecer, los hombres no se han percatado en absoluto del poder de Eros, puesto que si se hubiesen percatado le habrían levantado los mayores templos y altares y le harían los más grandes sacrificios, no como ahora, que no existe nada de esto relacionado con él, siendo así que debería existir por encima de todo.

Pues es el más filántropo de los Dioses, al ser auxiliar de los hombres y médico de enfermedades tales que, una vez curadas, habría la mayor felicidad para el género humano. Intentaré, pues, explicarles su poder y ustedes serán los maestros de los demás.

Pero, primero, es preciso que conozcan la naturaleza humana y las modificaciones que ha sufrido, ya que nuestra antigua naturaleza no era la misma de ahora, sino diferente.

En primer lugar, tres eran los sexos de las personas, no dos, como ahora, masculino y femenino, sino que había, además, un tercero que participaba de estos dos, cuyo nombre sobrevive todavía, aunque él mismo ha desaparecido. El andrógino, en efecto, era entonces una cosa sola en cuanto a forma y nombre, que participaba de uno y de otro, de lo masculino y de lo femenino, pero que ahora no es sino un nombre que yace en la ignominia.

En segundo lugar, la forma de cada persona era redonda en totalidad, con la espalda y los costados en forma de círculo. Tenía cuatro manos, mismo número de pies que de manos y dos rostros perfectamente iguales sobre un cuello circular. Y sobre estos dos rostros, situados en direcciones opuestas, una sola cabeza, y además cuatro orejas, dos órganos sexuales, y todo lo demás como uno puede imaginarse a tenor de lo dicho.

Caminaba también recto como ahora, en cualquiera de las dos direcciones que quisiera; pero cada vez que se lanzaba a correr velozmente, al igual que ahora los acróbatas dan volteretas circulares haciendo girar las piernas hasta la posición vertical, se movía en círculo rápidamente apoyándose en sus miembros que entonces eran ocho.

Eran tres los sexos y de estas características, porque lo masculino era originariamente descendiente del sol, lo femenino, de la tierra y lo que participaba de ambos, de la luna, pues también la luna participa de uno y de otro. Precisamente eran circulares ellos mismos y su marcha, por ser similares a sus progenitores.

Eran también extraordinarios en fuerza y vigor y tenían un inmenso orgullo, hasta el punto de que conspiraron contra los dioses. Y lo que dice Homero de Esfialtes y de Oto se dice también de ellos: que intentaron subir hasta el cielo para atacar a los dioses. Entonces, Zeus y los demás Dioses deliberaban sobre qué debían hacer con ellos y no encontraban solución. Porque, ni podían matarlos y exterminar su linaje, fulminándolos con el rayo como a los gigantes, pues entonces se les habrían esfumado también los honores y sacrificios que recibían de parte de los hombres, ni podían permitirles tampoco seguir siendo insolentes.

Tras pensarlo detenidamente dijo, al fin, Zeus: Me parece que tengo el medio de cómo podrían seguir existiendo los hombres y, a la vez, cesar de su desenfreno haciéndolos más débiles.

Ahora mismo, dijo, los cortaré en dos mitades a cada uno y de esta forma serán a la vez más débiles y más útiles para nosotros por ser más numerosos. Andarán rectos sobre dos piernas y si nos parece que todavía perduran en su insolencia y no quieren permanecer tranquilos, de nuevo, dijo, los cortaré en dos mitades, de modo que caminarán dando saltos sobre una sola pierna. Dicho esto, cortaba a cada individuo en dos mitades, como los que cortan las serbas y las ponen en conserva o como los que cortan los huevos con crines.

Y al que iba cortando ordenaba a Apolo que volviera su rostro y la mitad de su cuello en dirección del corte, para que el hombre, al ver su propia división, se hiciera más moderado, ordenándole también curar lo demás.

Entonces, Apolo volvía el rostro y, juntando la piel de todas partes en lo que ahora se llama vientre, como bolsas cerradas con cordel, la ataba haciendo un agujero en medio del vientre, lo que llamamos precisamente ombligo.

Alisó las otras arrugas en su mayoría y modeló también el pecho con un instrumento parecido al de los zapateros cuando alisan sobre la horma los pliegues de los cueros. Pero dejó unas pocas en torno al vientre mismo y al ombligo, para que fueran un recuerdo del antiguo estado.

Así, pues, una vez que fue seccionada en dos la forma original, añorando cada uno su propia mitad se juntaba con ella y rodeándose con las manos y entrelazándose unos con otros, deseosos de unirse en una sola naturaleza, morían de hambre y de absoluta inacción, por no querer hacer nada separados unos de otros.

Y cada vez que moría una de las mitades y quedaba la otra, la que quedaba buscaba otra y se enlazaba con ella, ya se tropezara con la mitad de una mujer entera, lo que ahora llamamos precisamente mujer, ya con la de un hombre, y así seguían muriendo.

Compadeciéndose entonces Zeus, inventa otro recurso y traslada sus órganos genitales hacia la parte delantera, pues hasta entonces también éstos los tenían por fuera y engendraban y parían no los unos en los otros, sino en la tierra, como las cigarras. De esta forma, pues, cambio hacia la parte frontal sus órganos genitales y consiguió que mediante éstos tuviera lugar la generación en ellos mismos, a través de lo masculino en lo femenino, para que si en el abrazo se encontraba hombre con mujer, engendraran y siguiera existiendo la especie humana, pero, si se encontraba varón con varón, hubiera, al menos, satisfacción de su contacto, descansaran, volvieran a sus trabajos y se preocuparan de las demás cosas de la vida.

Desde hace tanto tiempo, pues, es el amor de los unos a los otros innato en los hombres y restaurador de la antigua naturaleza, que intenta hacer uno solo de dos y sanar la naturaleza humana. Por tanto, cada uno de nosotros es un símbolo de hombre, al haber quedado seccionado en dos de uno solo, como los lenguados.

Por esta razón, precisamente, cada uno está buscando siempre su propio símbolo. En consecuencia, cuantos hombres son sección de aquél ser de sexo común que entonces se llamaba andrógino son aficionados a las mujeres, y pertenece también a este género la mayoría de los adúlteros; y proceden también de él cuantas mujeres, a su vez, son aficionadas a los hombres y adúlteras.

Pero cuántas mujeres son sección de mujer, no prestan mucha atención a los hombres, sino que están inclinadas a las mujeres, y de este género proceden también las lesbianas.

Cuántos, por el contrario, son sección de varón, persiguen a los varones y mientras son jóvenes, al ser rodajas de varón, aman a los hombres y se alegran de acostarse y abrazarse; éstos son los mejores de entre los jóvenes y adolescentes, ya que son los más viriles por naturaleza.

Algunos dicen que son unos desvergonzados, pero se equivocan. Pues no hacen esto por desvergüenza, sino por audacia, hombría y masculinidad, abrazando a lo que es similar a ellos. Y una gran prueba de esto es que, llegados al término de su formación, los de tal naturaleza son los únicos que resultan valientes en los asuntos políticos. Y cuando ya son unos hombres, aman a los mancebos y no prestan atención por inclinación natural a los casamientos ni a la procreación de hijos, sino que son obligados por la ley, pues les basta vivir solteros todo el tiempo en mutua compañía.

Por consiguiente, le el que es de tal clase resulta, ciertamente, un amante de mancebos y un amigo del amante, ya que siempre se apega a lo que le está emparentado.

Pero cuando se encuentran con aquella autentica mitad de sí mismos tanto el pederasta como cualquier otro, quedan entonces maravillosamente impresionados por afecto, afinidad y amor, sin querer, por así decirlo, separarse unos de otros ni siquiera por un momento.

Éstos son los que permanecen unidos en mutua compañía a lo largo de toda su vida, y ni siquiera podrían decir qué desean conseguir realmente unos de otros. Pues a ninguno se le ocurriría pensar que ello fuera el contacto de las relaciones sexuales y que, precisamente por esto, el uno se alegra de estar en compañía del otro con tan gran empeño. Antes bien, es evidente que el alma de cada uno desea otra cosa que no puede expresar, si bien adivina lo que quiere y lo insinúa enigmáticamente.

Y si mientras están acostados juntos se presentara Hefesto con sus instrumentos y les preguntara: ¿Qué es, realmente, lo que quieren, hombres, conseguir uno del otro?, y si al verlos perplejos volviera a preguntarles: ¿Acaso lo que desean es estar juntos lo más posible el uno del otro, de modo que ni de noche ni de día se separen el uno del otro? Si realmente quieren esto, quiero fundirlos y soldarlos en uno solo, de suerte que siendo dos lleguen a ser uno, y mientras vivan, como si fueran uno sólo, vivan los dos en común y, cuando mueran, también allí en el Hades sean uno en lugar de dos, muertos ambos a la vez.

Miren, pues, si desean esto y estarán contentos si lo consiguen. Al oír estas palabras, sabemos que ninguno se negaría ni daría a entender que desea otra cosa, sino que simplemente creería haber escuchado lo que, en realidad, anhelaba desde hacía tiempo: llegar a ser uno solo de dos, juntándose y fundiéndose con el amado

Pues la razón de esto es que nuestra antigua naturaleza era como se ha descrito y nosotros estábamos íntegros.

Amor es, en consecuencia, el nombre para el deseo y la persecución de esa integridad. Antes, como digo, éramos uno, pero ahora por nuestra iniquidad, hemos sido separados por la divinidad, como los arcadios por los lacedemonios. Existe, pues, el temor de que, si no somos mesurados respecto a los dioses, podamos ser partidos de nuevo en dos y andemos por ahí como los que están esculpidos en relieve en las estelas, serrados en dos por la nariz, convertidos en téseras.

Ésta es la razón, precisamente, por la que todo hombre debe exhortar a ser piadosos con los dioses en todo, para evitar lo uno y conseguir lo otro, siendo Eros nuestro guía y caudillo.

Que nadie obre en su contra -y obra en su contra el que se enemista con los Dioses-, pues si somos sus amigos y estamos reconciliados con el Dios, descubriremos y nos encontraremos con nuestros propios amados, lo que ahora consiguen solo unos pocos.

Y que no me interrumpa Erixímaco para burlarse de mi discurso diciendo que aludo a Pausanias y a Agatón, pues tal vez también ellos pertenezcan realmente a esta clase y sean ambos varones por naturaleza. Yo me estoy refiriendo a todos, hombres y mujeres, cuando digo que nuestra raza sólo podría llegar a ser plenamente feliz si lleváramos el amor a su culminación y cada uno encontrara el amado que le pertenece retornando a su antigua naturaleza.

Y si esto es lo mejor, necesariamente también será lo mejor lo que, en las actuales circunstancias, se acerque más a esto, a saber, encontrar un amado que por naturaleza responda a nuestras aspiraciones.

Por consiguiente, si celebramos al Dios causante de esto, celebraríamos con toda justicia a Eros, que en el momento actual nos procura los mayores beneficios por llevarnos a lo que nos es afín y nos proporciona para el futuro las mayores esperanzas de que, si mostramos piedad con los Dioses, nos hará dichosos y plenamente felices, tras restablecernos en nuestra antigua naturaleza y curarnos.

Éste, Erixímaco, es -dijo-mi discurso sobre Eros, distinto, por cierto, al tuyo. No lo ridiculices, como te pedí, para que oigamos también que va a decir cada uno de los restantes o, más bien, cada uno de los otros dos, pues quedan Agatón y Sócrates.

-Pues bien, te obedeceré -respondió Erixímaco-, pues también a mí me ha gustado oír tu discurso. Y si no supiera que Sócrates y Agatón son formidables en las cosas del Amor, mucho me temería que vayan a estar faltos de palabras, por lo mucho y variado que ya se ha dicho, en este caso, sin embargo, tengo plena confianza.

Tú mismo, Erixímaco -dijo entonces Sócrates-, has competido, en efecto, muy bien, pero si estuvieras donde estoy yo ahora, o mejor, tal vez, donde esté cuando Agatón haya dicho también su bello discurso, tendrías en verdad mucho miedo y estarías en la mayor desesperación, como estoy yo ahora.

-Pretendes hechizarme, Sócrates -dijo Agatón-para que me desconcierte, haciéndome creer que domina a la audiencia una gran expectación ante la idea de que voy a pronunciar un bello discurso.

Sería realmente desmemoriado, Agatón -respondió Sócrates-, si después de haber visto tu hombría y elevado espíritu al subir al escenario con los actores y mirar de frente a tanto público sin turbarte lo más mínimo en el momento de presentar tu propia obra, creyese ahora que tú ibas a quedar desconcertado por causa de nosotros, que sólo somos unos cuantos hombres.

-¿Y qué, Sócrates? -Dijo Agatón-. ¿Realmente me consideras tan saturado de teatro como para ignorar también que, para el que tenga un poco de sentido, unos pocos inteligentes son más de temer que muchos estúpidos?. -En verdad no haría bien, Agatón -dijo Sócrates-, si tuviera sobre ti una rústica opinión. Pues sé muy bien que si te encontraras con unos pocos que consideraras sabios, te preocuparías más de ellos que de la masa. Pero tal vez nosotros no seamos de esos inteligentes, pues estuvimos también allí y éramos parte de la masa.

No obstante, si te encontraras con otros realmente sabios, quizás te avergonzarías ante ellos, si fueras consciente de hacer algo que tal vez fuera vergonzoso. ¿O qué te parece?

-Que tienes razón -dijo.

-¿Y no te avergonzarías ante la masa, si creyeras hacer algo tan vergonzoso?

Entonces Fedro -me contó Aristodemo-les interrumpió y dijo: Querido Agatón, si respondes a Sócrates, ya no le importará nada de qué manera se realice cualquiera de nuestros proyectos actuales, con tal que tenga sólo a uno con quien pueda dialogar, especialmente si es bello. A mí, es verdad, me gusta oír dialogar a Sócrates, pero no tengo más remedio que preocuparme del encomio a Eros y exigir un discurso de cada uno de nosotros. Por consiguiente, después de que uno y otro hayan hecho su contribución al Dios, entonces ya dialoguen.

-Dices bien, Fedro -respondió Agatón-; ya nada me impide hablar, pues con Sócrates podré dialogar, también, después, en otras muchas ocasiones.

Discurso de Agatón

-Dices bien, Fedro; ya nada me impide hablar, pues con Sócrates podré dialogar, también, después, en muchas otras ocasiones.

Yo quiero, en primer lugar, indicar cómo debo hacer la exposición y luego pronunciar el discurso mismo. En efecto, me parece que todos los que han hablado antes no han encomiado al Dios, sino que han felicitado a los hombres por los bienes que él les causa.

Pero ninguno ha dicho cuál es la naturaleza misma de quien les ha hecho estos regalos. La única manera correcta, sin embargo, de cualquier cosa es explicar palabra por palabra cuál es la razón de la persona sobre la que se habla y de qué clase de efecto es, realmente, responsable. De este modo, pues, es justo que también nosotros elogiemos a Eros, primero a él mismo, cuál es su naturaleza, y después sus dones.

Afirmo, por tanto, que, si bien es cierto que todos los Dioses son felices, Eros, si es lícito decirlo sin incurrir en castigos divinos, es el más feliz de ellos por ser el más hermoso y el mejor.

Y es el más hermoso por ser de la naturaleza siguiente.

En primer lugar, Fedro, es el más joven de los Dioses. Y una gran prueba en favor de lo que digo nos la ofrece él mismo cuando huye apresuradamente de la vejez, que obviamente es rápida o, al menos, avanza sobre nosotros más rápidamente de lo que debiera. A ésta, en efecto, Eros la odia por naturaleza y no se le aproxima ni de lejos.

Antes bien, siempre está en compañía de los jóvenes y es joven, pues mucha razón tiene aquel antiguo dicho de que lo semejante se acerca siempre a lo semejante.

Y yo, que estoy de acuerdo con Fedro en otras muchas cosas, no estoy de acuerdo, sin embargo, en que Eros es más antiguo que Crono y Jápeto, sino que sostengo, por el contrario, que es el más joven de los dioses y siempre joven, y que aquellos antiguos hechos en relación con los Dioses de que hablan Hesíodo y Parménides se han originado bajo el imperio de la Necesidad y no de Eros, suponiendo que aquellos dijeran la verdad. Pues no hubieran existido mutilaciones ni mutuos encadenamientos ni otras muchas violencias, si Eros hubiera estado entre ellos, sino amistad y paz, como ahora, desde que Eros es el soberano de los Dioses.

Es, pues, joven, pero además de joven es delicado. Y está necesitado de un poeta como fue Homero para escribir la delicadeza de este Dios. Homero, efectivamente, afirma que Ate es una diosa delicada -al menos que sus pies son delicados-cuando dice: sus pies ciertamente son delicados, pues al suelo no los acerca, sino que anda sobre las cabezas de los hombres.

-Hermosa, en efecto, en mi opinión, es la prueba que utiliza para poner de manifiesto la delicadeza de la diosa: que no anda sobre lo duro, sino lo blando. Pues bien, también nosotros utilizaremos esta misma prueba en relación con Eros para mostrar que es delicado. Pues no anda sobre la tierra ni sobre cráneos, cosas que no son precisamente muy blandas, sino que anda y habita entre las cosas más blandas que existen, ya que ha establecido su morada en los caracteres y almas de los Dioses y de los hombres.

Y, por otra parte, no lo hace en todas las almas indiscriminadamente, sino que si se tropieza con una que tiene un temperamento duro, se marcha, mientras que si lo tiene suave, se queda. En consecuencia, al estar continuamente en contacto, no sólo con sus pies, sino con todo su ser, con las más blandas de entre las cosas más blandas, ha de ser necesariamente el más delicado. Por tanto es el más joven y el más delicado, pero además es flexible de forma, ya que, si fuera rígido, no sería capaz de envolver por todos lados ni de pasar inadvertido en su primera entrada y salida de cada alma.

Una gran prueba de su figura bien proporcionada y flexible es su elegancia, cualidad que precisamente, según el testimonio de todos, posee Eros en grado sumo, pues entre la deformidad y Eros hay siempre mutuo antagonismo.

La belleza de su tez la pone de manifiesto esa estancia entre flores del Dios, pues en lo que está sin flor o marchito, tanto si se trata del cuerpo como del alma o de cualquier otra cosa, no se asienta Eros, pero donde haya un lugar bien florido y bien perfumado, ahí se posa y permanece.

Sobre la belleza del Dios, pues, sea suficiente lo dicho, aunque todavía quedan por decir otras muchas cosas. Hay que hablar a continuación sobre la virtud de Eros, y lo más importante aquí es que Eros ni comete injusticia contra Dios u hombre alguno, ni es objeto de injusticia por parte de ningún Dios ni de ningún hombre. Pues ni padece de violencia, si padece de algo, ya que la violencia no toca a Eros, ni cuando hace algo, lo hace con violencia, puesto que todo el mundo sirve de buena gana a Eros en todo, y lo que uno acuerde con otro de buen grado dicen las leyes reinas de la ciudad que es justo.

Pero, además de la justicia, participa también de la mayor templanza. Se reconoce, en efecto, que la templanza es el dominio de los placeres y deseos, y que ningún placer es superior a Eros. Y si son inferiores serán vencidos por Eros y los dominará, de suerte que Eros, al dominar los placeres y deseos, será extraordinariamente templado. Y en lo que se refiere a valentía, a Eros ni siquiera Ares puede resistir, pues no es Ares quien domina a Eros, sino Eros a Ares -el amor por Afrodita, según se dice. Ahora bien, el que domina es superior al dominado y si domina al más valiente de los demás, será necesariamente el más valiente de todos.

Así, pues, se ha hablado sobre la justicia, la templanza y la valentía del Dios; falta hablar sobre su sabiduría, pues, en la medida de lo posible, se ha de intentar no omitir nada. En primer lugar, para honrar también yo a mi arte, como Erixímaco al suyo, es el Dios Poeta tan hábil que incluso hace poeta a otro.

En efecto, todo aquél a quien toque Eros se convierte en poeta, aunque antes fuera extraño a las musas. De esto, precisamente, conviene que nos sirvamos como testimonio, de que Eros es, en general, un buen poeta en toda clase de creación artística. Pues lo que uno no tiene o no conoce, ni puede dárselo ni enseñárselo a otro.

Por otra parte, respecto a la procreación de todos los seres vivos, ¿quién negará que es por habilidad de Eros por la que nacen y crecen todos los seres? Finalmente, en lo que se refiere a la maestría en las artes, ¿acaso no sabemos que aquel a quien enseñe este Dios resulta famoso e ilustre, mientras que a quien Eros no toque permanece oscuro?

El arte de disparar el arco, la medicina y la adivinación los descubrió Apolo guiado por el deseo y el amor, de suerte que también él puede considerarse un discípulo de Eros, como lo son las musas en la música, Hefesto en la forja, Atenea en el arte de tejer y Zeus en el de gobernar a los Dioses y hombres. Ésta es la razón precisamente por la cual también las actividades de los Dioses se organizaron cuando Eros nació entre ellos -evidentemente, el de la belleza, pues sobre la fealdad no se asienta Eros-. Pero antes, como dije al principio, sucedieron entre los Dioses muchas cosas terribles, según se dice, debido al reinado de la Necesidad, mas tan pronto como nació este Dios, en virtud del amor a las cosas bellas, se han originado bienes de todas clases para Dioses y hombres.

De esta manera, Fedro, me parece que Eros, siendo él mismo, en primer lugar, el más hermoso y mejor, es causa luego para los demás de otras cosas semejantes.

Y se me ocurre también expresarles algo en verso, diciendo que es éste el que produce la paz entre los hombres, la calma tranquila en alta mar, el reposo de los vientos y el sueño en las inquietudes.

Él es quien nos vacía de extrañamiento y nos llena de intimidad, el que hace que se celebren en mutua compañía todas las reuniones como la presente, y en las fiestas, en los coros y en los sacrificios resulta nuestro guía; nos otorga mansedumbre y nos quita aspereza; dispuesto a dar cordialidad, nunca a dar hostilidad; es propicio y amable; contemplado por los sabios, admirado por los Dioses; codiciado por los que no lo poseen, digna adquisición de los que lo poseen mucho; padre de la molicie, de la delicadeza, de la voluptuosidad, de las gracias, del deseo y de la nostalgia; cuidadoso de los buenos, despreocupado de los malos; en la fatiga, en el miedo, en la nostalgia, en la palabra es el mejor piloto, defensor, camarada y salvador; gloria de todos, Dioses y hombres; el más hermoso y mejor guía, al que debe seguir en su cortejo todo hombre, cantando bellamente en su honor y participando en la oda que

Eros entona y con la que encanta la mente de todos los Dioses y de todos los hombres.

Que este discurso mío, Fedro -dijo-quede dedicado como ofrenda al dios, discurso que, en la medida de mis posibilidades, participa tanto de diversión como de mesurada seriedad.

Al terminar de hablar Agatón, me dijo Aristodemo que todos los presentes aplaudieron estruendosamente, ya que el joven había hablado en términos dignos de sí mismo y del Dios.

Entonces Sócrates, con la mirada puesta en Erixímaco, dijo:-¿Te sigue pareciendo, oh hijo de Acúmeno, que mi temor de antes era injustificado, o no crees, más bien, que he hablado como un profeta cuando decía hace un momento que Agatón hablaría admirablemente y que yo me iba a encontrar en una situación difícil?

-Una de las dos cosas, que Agatón hablaría bien -dijo Erixímaco-creo, en efecto, que la has dicho proféticamente. Pero que tú ibas a estar en una situación difícil, no lo creo.

Discurso de Sócrates

¿Y cómo, feliz Erixímaco, no voy a estarlo -dijo Sócrates-, no sólo

yo, sino cualquier otro, que tenga la intención de hablar después de pronunciado un discurso tan espléndido y variado?

Bien es cierto que los otros aspectos no han sido igualmente admirables, pero por la belleza de las palabras y expresiones finales, ¿quién no quedaría impresionado al oírlas? Reflexionando yo, efectivamente, que por mi parte no iba a ser capaz de decir algo ni siquiera aproximado a la belleza de estas palabras, casi me hecho a correr y me escapo por vergüenza, si hubiera tenido a donde ir.

Su discurso, ciertamente, me recordaba a Gorgias, de modo que he experimentado exactamente lo que cuenta Homero: temí que Agatón, al término de su discurso, lanzara contra el mío la cabeza de Gorgias, terrible orador, y me convirtiera en piedra por la imposibilidad de hablar.

Y entonces precisamente comprendí que había hecho el ridículo cuando me comprometí con ustedes a hacer, llegado mi turno, un encomio a Eros en su compañía y afirmé que era un experto en las cosas del amor, sin saber de hecho nada del asunto, o sea, cómo se debe hacer un encomio cualquiera. Llevado por mi ingenuidad, creía, en efecto, que se debía decir la verdad sobre cada aspecto del objeto encomiado y que esto debía constituir la base, pero que luego deberíamos seleccionar de estos mismos aspectos las cosas más hermosas y presentarlas de la manera más atractiva posible.

Ciertamente me hacía grandes ilusiones de que iba a hablar bien, como si supiera la verdad de cómo hacer cualquier elogio. Pero, según parece, no era éste el método correcto de elogiar cualquier cosa, sino que, más bien, consiste en atribuir al objeto elogiado el mayor número posible de cualidades y las más bellas, sean o no así realmente; y si eran falsas, no importaba nada.

Pues lo que antes se nos propuso fue, al parecer, que cada uno de nosotros diera la impresión de hacer un encomio a Eros, no que éste fuera realmente encomiado. Por esto, precisamente, supongo, remueven todo tipo de palabras y se las atribuyen a Eros y afirman que es de tal naturaleza y causante de tantos bienes, para que parezca el más hermoso y el mejor posible, evidentemente ante los que no le conocen, no, por supuesto, ante los instruidos, con lo que el elogio resulta hermoso y solemne.

Pero yo no conocía en verdad este modo de hacer un elogio y sin conocerlo les prometí hacerlo también yo cuando llegara mi turno. La lengua lo prometió, pero no el corazón. ¡Que se vaya, pues, a paseo el encomio! Yo ya no voy a hacer un encomio de esta manera, pues no podría. Pero, con todo, estoy dispuesto, si quieren, a decir la verdad a mi manera, sin competir con los discursos de ustedes, para no exponerme a ser objeto de risa. Mira, pues, Fedro, si hay necesidad todavía de un discurso de esta clase y quieren oír expresamente la verdad sobre Eros, pero con las palabras y giros que se me puedan ocurrir sobre la marcha.

Entonces, Fedro y los demás le exhortaron a hablar como él mismo pensaba que debía expresarse.

-Pues bien, Fedro -dijo Sócrates-, déjame preguntar todavía a Agatón unas cuantas cosas, para que, una vez que haya obtenido su conformidad en algunos puntos, pueda ya hablar.

-Bien, te dejo -respondió Fedro-. Pregunta, pues.

Después de esto, comenzó Sócrates más o menos así:

-En verdad, querido Agatón, me pareció que has introducido bien tu discurso cuando decías que había que exponer primero cuál era la naturaleza de Eros mismo y luego sus obras. Este principio me gusta mucho. Ea, pues, ya que a propósito de Eros me explicaste, por lo demás, espléndida y formidablemente, cómo era, dime también lo siguiente: ¿es acaso Eros de tal naturaleza que debe ser amor de algo o de nada? Y no pregunto si es amor de una madre o de un padre -pues sería ridícula la pregunta de si Eros es amor de madre o de padre-, sino como si acerca de la palabra misma "padre" preguntara: ¿es el padre de alguien o no? Sin duda me dirías, si quisieras respóndeme correctamente, que el padre es padre de un hijo o de una hija. ¿O no?

-Claro que sí -dijo Agatón.

-¿Y no ocurre lo mismo con la palabra "madre"?

También en esto estuvo de acuerdo.

-Pues bien -dijo Sócrates-respóndeme todavía un poco más, para que entiendas mejor lo que quiero. Si te preguntara: ¿y qué?, ¿un hermano, en tanto que hermano, es hermano de alguien o no? Agatón respondió que lo era.

¿Y no lo es de un hermano o de una hermana?

Agatón asintió.

-Intenta, entonces -prosiguió Sócrates-, decir lo mismo acerca del amor. ¿Es Eros amor de algo o de nada?

-Por supuesto que lo es de algo.

-Pues bien -dijo Sócrates-, guárdate esto en tu mente y acuérdate de que cosa es el amor. Pero ahora respóndeme sólo a esto: ¿desea Eros aquello de lo que es amor o no?

-Naturalmente -dijo.

-¿Y desea y ama lo que desea y ama cuando lo posee, o cuando no lo posee?

-Probablemente -dijo Agatón-cuando no lo posee.

-Considera, pues -continuó Sócrates-si en lugar de probablemente no es necesario que sea así, esto es, lo que desea aquello de lo que está falto y no lo desea si no está falto de ello. a mí, en efecto, me parece extraordinario, Agatón, que necesariamente sea así. ¿Y a ti cómo te parece?

-También a mí me lo parece -dijo Agatón.

-Dices bien. Pues, ¿desearía alguien ser alto, si es alto, o fuerte, si es fuerte?

-Imposible, según lo que hemos acordado.

-Porque, naturalmente, el que ya lo es no podría estar falto de estas cualidades.

-Tienes razón.

-Pues si -continuó Sócrates-, el que es fuerte, quisiera ser fuerte, el que es rápido, ser rápido, el que está sano, ser sano…-tal vez, en efecto, alguno podría pensar, a propósito de estas cualidades y de todas las similares a éstas, que quienes son así y las poseen desean también aquello que poseen; y lo digo precisamente para que no nos engañemos-. Estas personas, Agatón, si te fijas bien, necesariamente poseen en el momento actual cada una de las cualidades que poseen, quieran o no. ¿Y quién desearía precisamente tener lo que ya tiene? Mas cuando alguien nos diga: Yo, que estoy sano, quisiera también estar sano, y siendo rico quiero también ser rico, y deseo lo mismo que poseo, le diríamos: Tú, hombre, que ya tienes riqueza, salud y fuerza, lo que quieres realmente es tener eso también en el futuro, pues en el momento actual, al menos, quieras o no, ya lo posees. Examina, pues, si cuando dices 'deseo lo que tengo' no quieres decir en realidad otra cosa que 'quiero tener también en el futuro lo que en la actualidad tengo' ¿Acaso no estaría de acuerdo?

Agatón afirmó que lo estaría. Entonces Sócrates dijo: ¿Y amar aquello que aún no está a disposición de uno ni se posee no es precisamente esto, es decir, que uno tenga también en el futuro la conservación y mantenimiento de estas cualidades?

-Sin duda -dijo Agatón.

-Por tanto, también éste y cualquier otro que sienta deseo, desea lo que no tiene a su disposición y no está presente, lo que no posee, lo que él no es y de lo que está falto. ¿No son éstas, más o menos, las cosas de las que hay deseo y amor?

-Por supuesto -dijo Agatón.

-Ea, pues, recapitulemos los puntos en los que hemos llegado a un acuerdo. ¿No es verdad que Eros es, en primer lugar, amor de algo y, luego, amor de lo que tiene realmente necesidad?

-Sí -dijo.

-Siendo esto así, acuérdate ahora de qué cosas dijiste en tu discurso que era objeto Eros. O, si quieres, yo mismo te las recordaré. Creo, en efecto, que dijiste más o menos así, que entre los Dioses se organizaron las actividades por amor de lo bello, pues de lo feo no había amor. ¿No lo dijiste más o menos así?

-Así lo dije, en efecto.

-Y lo dices con toda razón, compañero. -Dijo Sócrates-. Y si esto es así, ¿no es verdad que Eros sería amor de la belleza y no de la fealdad?

Agatón estuvo de acuerdo en esto.

¿Pero no se ha acordado que ama aquello de lo que está falto y no posee?

-Sí -dijo.

-Luego Eros no posee belleza y está falto de ella.

-Necesariamente -afirmó.

-¿Y qué? Lo que está falto de belleza y no la posee en absoluto, ¿dices tú que es bello?

-No, por supuesto.

-¿Reconoces entonces todavía que Eros es bello, si esto es así?

-Me parece, Sócrates -dijo Agatón-, que no sabía nada de lo que antes dije.

-Y, sin embargo -continuó Sócrates-, hablaste bien, Agatón. Pero respóndeme todavía un poco más. ¿Las cosas buenas no te parece que son también bellas?

-A mí, al menos, me lo parece.-entonces, si Eros está falto de cosas bellas y si las cosas buenas son bellas, estará falto también de cosas buenas.

-Yo, Sócrates -dijo Agatón-, no podría contradecirte. Por consiguiente, que sea como dices.

-En absoluto -replicó Sócrates-; es a la verdad, querido Agatón, a la que no puedes contradecir, ya que a Sócrates no es nada difícil.

Pero voy a dejarte por ahora y les contaré el discurso sobre Eros que oí un día de labios de una mujer de Mantinea, Diotima, que era sabia en éstas y otras muchas cosas. Así por ejemplo, en cierta ocasión consiguió para los atenienses, al haber hecho un sacrificio por la peste, un aplazamiento de diez años de la epidemia.

Ella fue, precisamente, la que me enseñó también las cosas del amor.

Intentaré, pues, exponerles, yo mismo por mi cuenta, en la medida en que pueda y partiendo de lo acordado entre Agatón y yo, el discurso que pronunció aquella mujer. En consecuencia, es preciso, Agatón, como tú explicaste, describir primero a Eros mismo, quién es y cuál es su naturaleza, y exponer después sus obras.

Me parece, por consiguiente, que lo más fácil es hacer la exposición como en aquella ocasión procedió la extranjera cuando iba interrogándome. Pues poco más o menos también yo le decía lo mismo que Agatón ahora a mí: que Eros era un gran Dios y que lo era de las cosas bellas. Pero ella me refutaba con los mismos argumentos que yo a él: que, según mis propias palabras, no era ni bello ni bueno.

-¿Cómo dices, Diótima? -Le dije yo-. ¿Entonces Eros es feo y malo?

-Habla mejor -dijo ella-. ¿Crees que lo que no sea bello necesariamente habrá de ser feo?

Exactamente.

¿Y lo que no sea sabio, ignorante? ¿No te has dado cuenta de que hay algo intermedio entre la sabiduría y la ignorancia?

-¿Qué es ello?

-¿No sabes -dijo-que el opinar rectamente, incluso sin poder dar razón de ello, no es ni saber, pues una cosa de la que no se puede dar razón no podría ser conocimiento, ni tampoco ignorancia, pues lo que posee realidad no puede ser ignorancia? La recta opinión es, pues, algo así como una cosa intermedia entre el conocimiento y la ignorancia.

-Tienes razón.

-No pretendas, por tanto, que lo que no es bello sea necesariamente feo, ni lo que no es bueno, malo. Y así también respecto a Eros, puesto que tú mismo estás de acuerdo en que no es ni bueno ni bello, no creas tampoco que ha de ser feo y malo, sino algo intermedio entre estos dos.

-Sin embargo, se reconoce por todos que es un gran Dios.

-¿Te refieres a todos los que no saben o también a los que saben?

-Absolutamente a todos, por supuesto.

Entonces ella, sonriendo, me dijo:-¿Y cómo podrían estar de acuerdo, Sócrates, en que es un gran Dios aquellos que afirman que ni siquiera es un Dios?

-¿Quiénes son ésos? -Dije.

-Uno eres tú y otra yo.

-¿Cómo explicas eso? -Repliqué.

-Fácilmente. Dime ¿no afirmas que todos los Dioses son felices y bellos? ¿O te atreverías a afirmar que alguno de entre los dioses no es bello y feliz?

-¡Por Zeus!, Yo no.

-¿Y no llamas felices, precisamente, a los que poseen las cosas buenas y bellas?

-Efectivamente.

-Pero en relación con Eros al menos has reconocido que, por carecer de cosas buenas y bellas, desea precisamente eso mismo de que está falto.

-Lo he reconocido, en efecto.

-¿Entonces, cómo podría ser Dios el que no participa de lo bello y de lo bueno?

-De ninguna manera, según parece.

-¿Ves, pues, que tampoco tú consideras Dios a Eros?

-¿Qué puede ser entonces Eros, un mortal?

-En absoluto.

-¿Pues qué entonces?

-Como en los ejemplos anteriores, algo intermedio entre lo mortal y lo inmortal.

-¿Y qué es ello Diótima?

-Un gran demon (genio o espíritu intermedio entre los Dioses y los hombres), Sócrates. Pues también todo lo demónico está entre la divinidad y lo mortal.

-¿Y qué poder tiene?

-Interpreta y comunica a los Dioses las cosas de los hombres y a los hombres las de los dioses, súplicas y sacrificios de los unos y de los otros órdenes y recompensas por los sacrificios. Al estar en medio de unos y otros llena el espacio entre ambos, de suerte que el todo queda unido consigo mismo como un continuo. A través de él funciona toda la adivinación y el arte de los sacerdotes relativa tanto a los sacrificios como a los ritos, ensalmos, toda clase de mántica y de magia. La divinidad no tiene contacto con el hombre, sino que es a través de este demon como se produce todo contacto entre dioses y hombres, tanto como si están despiertos como si están durmiendo. Y así, el que es sabio en tales materias es un hombre DEMÓNICO, mientras que el que lo es en cualquier otra cosa, ya sea en las artes o en los trabajos manuales, es un SIMPLE ARTESANO.

Estos démones, en efecto, son numerosos y de todas clases, y uno de ellos es también Eros.

-¿Y quién es su padre y su madre?

-Es más largo de contar, pero, con todo, te lo diré Sócrates.

Cuando nació Afrodita, los dioses celebraron un banquete y, entre otros, estaba también Poros, el hijo de Metis. Después que terminaron de comer, vino a mendigar Penía, como era de esperar en una ocasión festiva, y estaba cerca de la puerta. Mientras, Poros, embriagado de néctar -pues aún no había vino-, entró en el jardín de Zeus y, entorpecido por la embriaguez, se durmió. Entonces Penía, maquinando, impulsada por su carencia de recursos, hacerse un hijo de Poros, se acuesta a su lado y concibió a Eros. Por esta razón, precisamente, es Eros también acompañante y escudero de Afrodita, al ser engendrado en la fiesta del nacimiento de la Diosa y al ser, a la vez, por naturaleza un amante de lo bello, dado que también

Afrodita es bella. Siendo hijo, pues, de Poros y Penía, Eros se ha quedado con las siguientes características. En primer lugar, es siempre pobre, y lejos de ser delicado y bello, como cree la mayoría, es más bien duro y seco, descalzo y sin casa, duerme siempre en el suelo y descubierto, se acuesta a la intemperie en las puertas y al borde de los caminos, compañero siempre inseparable de la indigencia por tener la naturaleza de su madre. Pero, por otra parte, de acuerdo a la naturaleza de su padre, está al acecho de lo bello y de lo bueno; es valiente, audaz y activo, hábil cazador, siempre urdiendo alguna trama, ávido de sabiduría y rico en recursos, un amante del conocimiento a lo largo de toda su vida, un formidable mago, hechicero y sofista. No es por naturaleza ni inmortal ni mortal, sino que en el mismo día unas veces florece y vive, cuando está en la abundancia, y otras muere, pero recobra la vida de nuevo gracias a la naturaleza de su padre. Mas lo que consigue siempre se le escapa, de suerte que Eros nunca ni está falto de recursos ni es rico, y está, además, en el medio de la sabiduría y la ignorancia. Pues la cosa es como sigue: ninguno de los dioses ama la sabiduría ni desea ser sabio, porque ya lo es, como tampoco ama la sabiduría cualquier otro que sea sabio. Por otro lado, los ignorantes ni aman la sabiduría ni desean hacerse sabios, pues en esto precisamente es la ignorancia una cosa molesta: en que quien no es ni bello, ni bueno, ni inteligente se crea a si mismo que lo es suficientemente. Así, pues, el que no cree estar necesitado no desea tampoco lo que no cree necesitar.

-¿Quiénes son, Diótima, entonces, los que aman la sabiduría, si no son ni los sabios ni los ignorantes?

-Hasta para un niño es ya evidente que son los que están en medio de estos dos, entre los cuales estará también Eros. La sabiduría, en efecto, es una de las cosas más bellas y Eros es amor de lo bello, de modo que Eros es necesariamente amante de la sabiduría, y por ser amante de la sabiduría está, por tanto, en medio del sabio y del ignorante. Y la causa de esto es también su nacimiento, ya que es hijo de un padre sabio y rico en recursos y de una madre no sabia e indigente. Ésta es, pues, querido Sócrates, la naturaleza de este demon. Pero, en cuanto a lo que tú pensaste que era Eros, no hay nada sorprendente en ello. Tú creíste, según me parece deducirlo de lo que dices, que Eros era lo amado y no lo que ama. Por esta razón, me imagino, te parecía Eros totalmente bello, pues lo que es susceptible de ser amado es también lo verdaderamente bello, delicado, perfecto y digno de ser tenido por dichoso, mientras que lo que ama tiene un carácter diferente, tal como yo lo describí.

-Sea así, extranjera, pues hablas bien. Pero siendo Eros de tal naturaleza, ¿qué función tiene para los hombres?

-Esto, Sócrates, es precisamente lo que voy a intentar enseñarte a continuación. Eros, efectivamente, es como he dicho y ha nacido así, pero a la vez es amor de las cosas bellas, como tú afirmas. Más si alguien nos preguntara: ¿En qué sentido, Sócrates y Diótima, es Eros amor de las cosas bellas? O así, más claramente: el que ama las cosas bellas desea, ¿qué desea?

-Que lleguen a ser suyas.

-Pero esta respuesta exige aún la siguiente pregunta: ¿qué será de aquel que haga suyas las cosas bellas?

Entonces le dije que todavía no podía responder de repente a esa pregunta.

-Bien. Imagínate que alguien, haciendo un cambio y empleando la palabra 'bueno' en lugar de 'bello', te preguntara: 'Veamos Sócrates, el que ama las cosas buenas desea, ¿qué desea?'

-Que lleguen a ser suyas.

-¿Y qué será de aquel que haga suyas las cosas buenas?

-Esto ya puedo contestarlo más fácilmente: que será feliz.

-Por la posesión de las cosas buenas, en efecto, los felices son felices, y ya no hay necesidad de añadir la pregunta de por qué quiere ser feliz el que quiere serlo, sino que la respuesta parece que tiene su fin.

-Tienes razón.

-Ahora bien, esa voluntad y ese deseo, ¿crees que es común a todos los hombres y que todos quieren poseer siempre lo que es bueno? ¿O cómo piensas tú?

-Así, que es común a todos.

-¿Por qué entonces Sócrates, no decimos que todos aman, si realmente todos aman lo mismo y siempre, sino que decimos que unos aman y otros no?

-También a mí me asombra eso.

-Pues no te asombres, ya que, de hecho, hemos separado una especia particular de amor y, dándole el nombre de todo, la denominamos amor, mientras que para las otras especies usamos otros nombres.

-¿Cómo por ejemplo?

-Lo siguiente. Tú sabes que la idea de 'creación' (poíesis) es algo múltiple, pues en realidad toda causa que haga pasar cualquier cosa del no ser al ser es creación, de suerte que también los trabajos realizados en todas las artes son creaciones y los artífices de éstas son todos creadores (poietaí).

-Tienes razón.

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